sábado, 26 de abril de 2014

REMORDIMIENTOS TARDÍOS

Una punzada de dolor despierta a Pedro. Tarda unos segundos en saber donde está. Recuerda que es un hotel y que tiene una reunión decisiva para ingresar unos buenos millones para su empresa en menos de una hora. La punzada vuelve. El brazo derecho lo tiene completamente dormido y se retuerce por la cama esperando que el dolor se calme. Va a peor.

Piensa en su mujer y sus hijos. En las últimas dos semanas solo los ha visto unas pocas horas. Se han acostumbrado a vivir así. Lo hace por ellos, para que nos les falte de nada. Para que su mujer disponga de todo lo que necesite y algo más. Para que sus hijos puedan ir a buenas universidades y tengan un futuro tan brillante como el de su padre. Cuando ese pensamiento ronda por su cabeza, otro dolor golpea su cuerpo. Remordimiento.

Ahora piensa en sus padres. Gente sencilla de pueblo que lucharon toda su vida ante miles de dificultades y que consiguieron que su hijo no fuese un analfabeto como ellos. Aunque Pedro si disfrutó de ellos. Estuvieron con él cuando estaba enfermo. Recuerda que cuando pasaba horas en su habitación estudiando, su padre entraba para recordarle que también tenía que disfrutar de la vida. Cuando se licenció, estuvieron con él. Cuando se casó, también. Solo le venían a la mente estos momentos, pero siempre estuvieron con él. Pedro, no hacía lo mismo. Vivía para trabajar. Tampoco pudo disfrutar de ellos mientras murieron en aquella habitación de residencia que era tan parecida a la de este hotel.
Ya no veía, solo imágenes que pasaban a toda velocidad por su cabeza. Estaba mareado del mismo dolor y empezó a llorar. Pedro, se prometió a si mismo que si salía de esta, su vida daría un cambio radical. Prometió estar mucho más con su familia.

Murió, tan solo un minuto después, en aquella fría habitación de hotel, mientras que la gente con la que tenía que reunirse, hablaban de lo extraño que era que Pedro llegase tarde.

Tan solo una semana después nadie recordaba a Pedro en su empresa. Su familia lo extrañaba, pero no lo veían menos que cuando vivía. Se habían acostumbrado a vivir así.

LO QUE LE FALTA POR PERDER

Igual es culpa mía todo lo que me ocurre, era su primer pensamiento cada mañana.

Otra mañana más que se levantaba directo a la cocina para escuchar el eco de sus pasos por ella. Estaba vacía, con lo justo, con lo suficiente para no desfallecer. Como los sentimientos de un político, casi cero. Su mujer y sus dos hijos se había marchado hacía un mes a casa de los padres de ella. 500 km les separaban. Era lo mejor. La única solución vaya.
Y él , joder, él tenía que quedarse e intentar buscar esa salida que parecía no existir. Tenía que encontrar ese trabajo que seguro le esperaba en algún lugar pero que seguía oculto como si fuese un niño que juega al escondite.

¿Tanto puede irse todo a la mierda?, su segundo pensamiento.

El traje que se enfundaba cada mañana para ir a buscar trabajo empezaba a no ser elegante. Estaba hecho para una persona fuerte y recia, un año antes lo era. Si se hubiese quedado así por voluntad propia incluso lo agradecería, pero había sido por cojones, como todo lo que le ocurría. Por cojones adelgazaba, por cojones se marchaba su familia, por cojones había vendido su coche y muchas de sus pertenencias, por cojones iba a perder su casa. Por cojones estaba hasta los cojones.

¿Donde coño voy hoy? Tercero.

Todo el mundo siempre habla de buscar trabajo de lo suyo, pero lo suyo se había convertido en patear polígonos industriales ofreciéndose como una puta que busca clientes y que muestra la mejor de las sonrisas para ocultar la peor de las tristezas. Lo suyo, era cualquier cosa que le diese una solución a su puta vida. Lo suyo, era cualquier trabajo por mucho que tuviese que trabajar o por poco que le pagasen. Todo era mejor que lo suyo. Lo suyo, sería que todo cambiase y dejase atrás esta racha que ni el jugador de pocker más gafe tendría jamás.

Suerte tenemos con la que esta cayendo, le decía todo el mundo...

...Y a lo mejor tenían razón. Igual tenía que dejar de preocuparse y pensar que todo se acabaría arreglando. Igual todo era un sueño, como Martin Luther King o como Resines. Igual una mañana de estas se levanta y su familia no se ha marchado, ni ha perdido su trabajo, ni tampoco en su buzón se agolpan las cartas del banco reclamándole las cuotas de la hipoteca que hace tiempo que ha dejado de pagar. A lo mejor es rico y ha soñado lo anterior mientras descansa en una playita caribeña en la que pasa seis meses al año mientras se ocupa de unos negocietes.

Igual estaba empezando a perder la cabeza. Era lo único que le faltaba por perder.

RELACIONES IMPOSIBLES

Antonio sacó las llaves de casa en el ascensor. Regresaba después de dos días sin aparecer por allí. Al cerrar la puerta vio que todo estaba oscuro, excepto la luz del comedor que estaba encendida. Le pareció raro, siempre encendían una lámpara pequeñita en lugar de la grande que colgaba del techo, no necesitaban tanta luz para un comedor tan pequeño. Se dirigió hacía allí. Vio que Ana estaba sentada en el sofá y llevaba el abrigo puesto como si fuese a salir.
La miró fijamente y se extrañó cuando vio que junto al sofá también había el juego de maletas que trajo ella cuando se vino a vivir a esta casa.

-¿Nos vamos de viaje? -dijo Antonio con una sonrisa nerviosa.

-No Antonio, soy yo la que se marcha y no precisamente de viaje -dijo ella encendiendo un cigarro.

Aunque la noticia le pilló fuera de juego en ese momento, Antonio no dijo nada porque no era una cosa que le extrañara. Últimamente la relación no pasaba por una buena época.

Se sentó en el sofá individual, cerca de Ana, aunque más que sentarse se dejó caer como si su cuerpo se quedara sin fuerzas. Respiró hondo, puso sus manos sobre su cara y resopló intentando asimilar rápidamente la situación para poder encontrar una solución al problema que desde hacía tiempo sabía que le iba a llegar un día u otro.

-¿Podemos hablar e intentar arreglarlo? -dijo Antonio.


-No hay nada que hablar ya, esto está hablado, más que hablado y decidido por mi parte -Ana expulsó el humo y apagó el cigarro después de haberle dado tan sólo tres caladas-. No puedo más, ya no tengo fuerzas para seguir adelante.

-Sabes que yo te quiero -se arrodilló delante de ella e intentó cogerle la mano, pero ella se la rechazó.

-Pues no lo has demostrado -se puso en pie-. Tu trabajo ha sido tu prioridad desde que nos vinimos a vivir juntos. ¿Cuántas noches paso sola? ¿Cuantos fines de semana no te tengo? ¿Cuantos días me dices que vas a venir y me llamas a última hora para decirme que tienes mucho trabajo y que no puedes?

Antonio se volvió a sentar en el sofá. Se sentía abatido y seguía buscando las palabras adecuadas para poder arreglarlo, pero no sabía qué decir puesto que ella tenía razón en ese sentido.

-Puedo cambiar, cariño, te prometo que puedo hacer un esfuerzo y cambiar -su tono sonaba a súplica.

-Antonio, yo necesito otro tipo de vida, sabes que mi gran ilusión es ser mamá y que tú te niegas rotundamente, sabes que hablar del tema es acabar en discusión y ésa es otra de las grandes razones por la que no podemos estar más tiempo juntos.

Estaba decidida a soltárselo todo ese día. Habían discutido muchas veces por el tema de los hijos y él siempre conseguía comprarla con algo, le decía lo mucho que le gustaría realizar un gran viaje con ella y el poco tiempo que tendrían si tuvieran un bebé. Al principio, Ana pensaba que él sólo le estaba dando largas pero que en el fondo Antonio tenía las mismas ganas que ella de tener un crío, pero iba pasando el tiempo y él no cedía.

-Lo hemos hablado mil veces y sabes lo que opino sobre ese tema -se defendió él.                  

-También sabes lo que opino yo. Sabes que es mi gran sueño, tener un bebé tuyo y mío -Ana cada vez gritaba más, la rabia y la impotencia estaban a punto de brotar y rompió a llorar.

Él intento abrazarla pero ella volvió a zafarse. Sabía que poco podía hacer ya, todo estaba perdido y en el tema de los hijos no iba a ceder, bajo ningún concepto.

-Lo siento, Ana, pero si marcharte es tu decisión, poco puedo hacer. Te he dicho que cambiaré y que estaré más por ti, puedo hablar con la empresa y cogerme las vacaciones e irnos los dos para estar juntos unos días, arreglar la situación, pero sobre ser padres, no voy a cambiar -dijo él.

-Un viaje, ¿para qué? -preguntó mientras se acababa de secar las lágrimas de su cara, soltando una risa burlona-. Claro, podemos irnos una semana, un buen viaje, todo muy bien, muy divertido, muy romántico, pero luego ¿qué? ¿Volvemos a la misma rutina de siempre? ¿Tu día y noche en el trabajo y yo siempre sola en casa? -su tono era cada vez más elevado, se estaba poniendo más nerviosa viendo la actitud de Antonio, el cual no estaba ayudando mucho en hacerla cambiar de opinión.

-Me marcho, no puedo seguir ni un sólo minuto más en esta casa, sé que con el tiempo será lo mejor para los dos -Ana agarró las maletas y se dirigió hacia la puerta-. Sabes que siempre te querré, pero también sé que contigo no tendré nunca la felicidad que busco.

Abrió la puerta, salió y se marchó sin darle ni un abrazo ni un beso de despedida, tan sólo un portazo que hizo que toda la casa retumbara por unos momentos.

Antonio se quedó solo en aquel comedor, sin poder levantarse del sofá donde estaba sentado. Pensó en correr tras ella y no dejar que se marchara, en besarla y asegurarle el futuro que ella quería tener. Pero no lo hizo. Tenía claro que por mucho que él quisiera, nada podía ser diferente.

Se acercó a la ventana, vio como subía a un taxi y se marchaba, seguramente para siempre.

El móvil de Antonio empezó a sonar mientras él seguía con su frente pegada a la ventana. Lo buscó en su bolsillo esperando que fuese Ana que le hubiera dicho al taxista que fuera al punto de partida y volviese a casa para pasar la noche juntos. Hacer el amor como la primera vez y buscar la mejor forma de continuar la relación.

-¿Si? -contestó Antonio nada más descolgar el teléfono.

-Hola, papi -respondió una voz  de niño-. ¿Vas a venir hoy a casa?

-Hola, cariño, hoy papi no irá,  pero te prometo que mañana iré. Voy a estar algún tiempo sin viajar tanto -respondió Antonio con una sonrisa en los labios.

-Vale, papá, te quiero mucho -dijo el niño.

-Y yo también. ¿Dónde está mami?

-Se está duchando, es que tenía ganas de hablar contigo y no he podido esperar.

-Muy bien, hijo, un besito y dile que la quiero mucho y que mañana regreso del viaje.

-Vale, papá, buenas noches.

-Buenas noches.

EL RARO

Terminó el libro. Cogió otro. Necesitaba la lectura como el yonki tiene la necesidad de consumir drogas compulsivamente. Los motivos de ambos eran los mismos. Escapar. Huir. Dejar que su vida de mierda siguiese funcionando, pero sin tener participación alguna. Que le jodan al mundo. El suyo estaba incrustado en tinta y papel.  Su cuerpo estaba en aquella butaca vieja que había rescatado de casa de sus padres. Su mente volaba por mundos literarios lejano a la realidad de los demás. En casa no tenía televisión. La gente se vuelve imbécil con ella. No sirve para evadirse, solo para desconectar. Pero él quería vivir. A su manera, pero vivir. Tenía la necesidad de viajar, de sufrir, de disfrutar. Reír. Llorar. Solo lo conseguía con sus libros. Pensaba que la vida nos transforma en todo aquello que de jóvenes detestamos. Preocupaciones, problemas, rutina, desidia. Innecesario cuando puedes disfrutar de la vida de los demás. Vidas imaginarias que contenían los alicientes necesarios para huir. ¿Quién coño quiere ser el vecino de al lado pudiendo ser cualquier detective de James Ellroy? ¿Como comparar la vida de los personajes de Arthur Conan Doyle con la de cualquier conocido que tuviese? Sus depresiones no eran como las de Wallander, ni tiene los cojones de Charlie Parker. Podía vivir las vidas de Roberto Bolaño, involucrarse en las mafias de Mario Puzzo, sentir miedo con Stephen King, realidades con García Márquez, emocionarse con Dickens, investigar con Agatha Christie, la locura de Lewis Carroll o las aventuras de Dafoe.  Sentía pena por las personas que se conformaban con tener un puesto de trabajo y coche en el garaje, para él, eso no tenía ningún mérito. Gilipollas resignados a ver pasar los días y que en más de una ocasión se habían reído de él por ser un tipo raro. Así lo definían, el ser extraño que le importaba una puta mierda la prensa deportiva pero que entraba en una librería y se le ponían los vellos de punta. El perro verde que no salía por las noches por estar sentado en su jodido sofá leyendo. El idiota que tenía carnet de la biblioteca en lugar de tener el de socio de un equipo de fútbol. El freak que leía mientras desayunaba en lugar de contar los polvos que había echado la noche anterior.  Muchas veces le venía a la mente una frase de Unamuno "Uno no es por lo que escribe, sino por lo que ha leído". No le extrañaba que el mundo estuviera lleno de gilipollas.

OTRA HISTORIA DE AMOR MÁS

Soraya, le observaba con esa chispa que dicen que se tiene en la mirada cuando se esta enamorada. Para ella era el hombre de su vida, lo mejor que le puede pasar a un ser humano. Decir que era su media naranja se quedaba corto para definir esa unión. Incluso podía asegurar que era mucho más de media, era su ochenta por ciento.

Hasta ahora, Soraya no había estado con un hombre de verdad. Sus padres se habían encargado de educarla para que su pareja ideal fuese un tío que le diese una vida cómoda. Lo que ellos entendían por comodidad, ella lo veía como una vida aburrida de cojones. Una vida sin más, como la de tantos, como la de ellos. Sus fantásticos, maravillosos e increíbles progenitores, los que intentaban ocultar que no se soportaban. Los que vivían juntos porque tenían claro que con sus vidas tan mierdosas no iban a encontrar a nadie que les aguantara.

Soraya era diferente a pesar de haber intentado ser lo que todos querían que fuese. Tuvo un novio durante cinco años. Un buen chaval. Demasiado atento con ella. Un chico que se desvivía por hacerla feliz. Lo llamaba Murphy. Si algo tenía que salir mal, por mucho que pusiera todo el empeño, salía mal. Soraya, intentó no hacerle daño a la hora de terminar con él. En ese momento, fue a ella a la que se podía haber apodado Murphy. Peor imposible. Tras él, llegaron otros. Nada, la misma mierda con diferente rostro.

Ahora, era feliz. Muy feliz. Felicísima o alguna palabra así. En los dos meses que llevaban juntos, su vida había cambiado radicalmente. Pensó en lo jodidamente idiota que era la vieja Soraya y lo mucho que disfrutaba la nueva. Y todo gracias a ese chico que le estaba mostrando un mundo totalmente diferente. Nuevas sensaciones, nuevas amistades, nuevas formas de divertirse. Nuevas formas de no ser quien era. Sus padres la matarían si se enterasen. Sus padres eran unos aburridos de cojones.

Se acercó, le besó la frente y le quitó la aguja con cuidado. No le había dado tiempo a desengancharla de su vena. El chute había sido tremendo. Chute tremendo igual a colocón impresionante. Soraya, quería estar toda la vida con él. No sabía cuanto tiempo sería toda la vida. Viviría el momento. Esto también se lo había enseñado su chico.


SE TERMINÓ LA PESADILLA

Sentado en la parte trasera del coche de policía, sonreía. Las esposas le apretaban, pero era un dolor tan pequeño comparado con el que llevaba años sufriendo que incluso le gustaba. Se acabó la pesadilla. Aquellos pequeños hijos de puta habían pagado por todo el daño que le habían provocado. Se sentía por fin liberado. A pesar de ser muy consciente de lo que le esperaba a partir de ahora, se sintió feliz. Desde párvulos, sentir la campana del recreo o el fin de clase se había convertido en la hora maldita. La hora donde ningún mayor podía ver como aquellos dos psicópatas se cebaban con él. La hora en la que sufría golpes, robos, insultos, humillaciones, vejaciones y miles de salvajadas que fueron a peor conforme pasaban los años.

Pensaba en la reacción de sus padres cuando les llamaran para comunicarles lo que su hijo había hecho. Esperaba que no se enfadaran con él. Entendería que se asustasen, que sufrieran, que llorasen, pero nunca que lo culparan. No había otra forma de pararlos, pensó. Ellos eran conscientes de lo mucho que su hijo sufría. Habían intentado solucionarlo de mil maneras. Hablaron con los profesores, con los dos cabrones, con los padres de estos y con el director del colegio. Siempre fue para peor. Tras el insulto de chivato, llegaban los golpes cada vez con mayor odio. Llegó un punto en que ocultaba todo lo que le hacían e intentaba mostrarse como un niño normal cuando estaba en casa. Fingir el daño psíquico lo tenía muy controlado. El físico no eran tan sencillo.

Cada noche, al acostarse, soñaba despierto con terminar con aquella pesadilla. En ocasiones solo les devolvía los golpes hasta que terminaban respetándole. Otras los torturaba hasta dejarlos tullidos. Dependía de lo que le hubiesen hecho ellos, sus sueños iban a peor. Había días que los mataba de las formas más crueles que puede imaginar una mente infantil. Aquel día, dejo de ser un sueño.

Ese día, en clase, nadie notó que estaba más distraído que otros días. Tampoco es que alguien se fijase en él si no era para ver como lo golpeaban. Era como si el odio que aquellos dos niños sentían por él sin motivo alguno se hubiese propagado por todo el colegio como una especie de gripe invernal. Aunque solo lo ignoraban. Ojalá también lo hubieran hecho ellos. Pensaba en el cuchillo que había cogido de la cocina y que había escondido entre los libros que llevaba su mochila. Era el mismo cuchillo cuya hoja muchos días había estado apoyado sobre sus muñecas, pero sin la suficiente fuerza como para acabar con su vida ¿Por qué tenía que morir él?¿Qué mal había hecho?, todas esas preguntas volvieron a resurgir aquel día en clase. Sabía que si no acababa con ellos, otros podrían sufrir lo mismo que él. Sonó la campana y corrió al lavabo. Escondió el cuchillo en sus pantalones y se hizo un pequeño corte en la pierna. Le dolió, pero esta vez el daño lo convirtió en rabia. La rabia suficiente para tener el valor de hacer lo que se había propuesto. Salió a la calle, por primera vez en mucho tiempo con la cabeza alta. Se fue directo a por ellos. Sabía que el factor sorpresa sería importante. También era consciente de la diferencia de fuerza que había. Lo machacarían si no los pillaba despistados. No había diferencia entre el odio que sentía por ambos, así que se decidió por el más cercano. Saco el cuchillo del pantalón, la herida ya no dolía, puso la mano en su hombro y en cuanto se dio la vuelta arremetió con todas sus fuerzas a la altura del corazón. Saco el cuchillo y con dos pasos rápidos lo clavó de nuevo en el mismo lugar que al primero. Todos los niños empezaron a correr y le alegró ver que nadie les defendía, igual que nunca lo defendieron a él. Se sentó. Lloró. Nunca lo había hecho hasta ahora por muy fuerte que le hubiesen dado. Por más golpe que recibiese, jamás una sola lágrima había salido de sus ojos. Se terminó la pesadilla.


SIN QUERER SER OPTIMISTA

Abrió los ojos y miró el reloj. Las doce de la noche. Le costaría volver a coger el sueño. Se incorporó en el duro sofá que ya empezaba a coger su forma y miró a su hijo. Dormía. Le parecía increíble que durmiese una noche más de tres horas seguidas. Igual era una buena señal. Tampoco quería ser optimista.

Llevaban tres meses en aquella habitación que intentaba ser agradable pero no lo conseguía. ¿Podía ser agradable un calabozo o una celda de un penal? Así se sentía, como si en lugar de estar en un hospital estuviese encerrada para pagar por algo que hizo en el pasado y que aún no sabía que era. Tenía todo el tiempo del mundo para pensar en ello, pero aún no había conseguido averiguar el por qué de aquel castigo. Y si así fuese, si por lo que sea sí que lo merecía ¿Qué culpa tenía su hijo?¿Qué culpan tenían aquellas familias que se habían convertido en sus mejores amigos y que también estaban en aquella planta?¿Qué culpa tenían los hijos e hijas de estos?

Habló con la enfermera para que le echara un ojo al niño y bajo a fumarse un cigarro. Era la primera noche que bajaba a la calle en el último mes. Hacía frío pero no le molestaba, lo necesitaba. La vista la tenía fija en la ventana de la habitación, sabía que si la luz se encendía, debería volver corriendo. Tenía ganas de que llegase el fin de semana para que viniese su marido. Un fin de semana si, otro no. No se podían permitir el viaje de quinientos kilómetros más a menudo. Su marido tampoco podía permitirse faltar a trabajar. Bastante tenían ya con que ella hubiese perdido su puesto en la fábrica. Su empresa lo tuvo muy claro cuando hubo que decidir si renovar su contrato o no. Le comunicaron, que no podían tener a una trabajadora de contrato que faltase dos meses. La luz de la habitación no se encendió y se sintió feliz por un momento.

Paró en el lavabo y se miró en el espejo. No sabía  el peso que había perdido. Solía cenar algún bocadillo. Un plato, tan solo cuando sobraba alguna bandeja y las enfermeras se la ofrecían. Era mucho el dinero que costaba comer todos los días fuera de casa. Eran pocos los días que las noticias de la evolución de su hijo no le cerraban el estómago.

Llegó a la planta y la enfermera le sonrió, sobraban las palabras. Había aprendido a leer en los rostros cuando había alguna novedad. Normalmente, siempre para mal. Aquella noche, por primera vez en muchas noches no fue así.

Su hijo seguía durmiendo. Se preguntaba si soñaría. Los dos primeros meses de su vida los pasó ingresado, un mes en casa y tres más en el hospital. Pruebas, pinchazos y dos operaciones. Prefería que no soñase, mejor que durmiese tranquilo y descansara.

Se volvió a tumbar en el sillón e intentó conciliar el sueño. Pensaba en el futuro. Los médicos le habían comunicado que, si el niño salía adelante, nunca sería como los demás. Tendría sus limitaciones. Todos tenemos limitaciones, pensaba ella. El amor que sentía por él no tenía ningún tipo de límite. Se durmió con aquel pensamiento.
Abrió los ojos y miró el reloj. Las seis de la mañana. Se sentía descansada. Miró a su hijo y vio que estaba despierto. No lloraba. Se miraron. Ambos sonreían. Igual era una buena señal. Tampoco quería ser optimista


FELICIDADES KRAZY

KraZy, jamás pensó que cumpliría los diecisiete años en una carretera de mala muerte, mientras esperaba que algún viejo de mierda parara su coche para saciar su apetito sexual. Nadie la iba a felicitar porque nadie sabía que día era, ni que solo cumplía diecisiete. Aparentaba al menos uno o dos más. Suficiente para que lo que hacía, fuese legal.


Su profesión era como la de los futbolistas, llegas a una edad en la que ya nadie te quiere. Pero a ella aún le quedaban años para eso. Había muchos clientes que la querían. Se sentía desgraciada por ello.


Echaba mucho de menos a su madre. Murió de pena. Su marido consiguió que así fuese. Hizo que no valiese la pena luchar ni tan siquiera por sus hijos, le asesinó la alegría y las ganas de vivir. Krazy fue feliz cuando su padre la vendió a esa gente. No quería seguir viviendo en ese infierno y menos si ya no estaba su madre. Ahora se preguntaba que era peor.


Veía pasar los coches y deseaba que no parase ninguno. Quería estar sola mientras pensaba las consecuencias de contar a alguien su edad o como había llegado hasta allí. Si la venganza fuera su muerte valdría la pena. Si era dolor, había que pensarlo mucho más. Castigo físico ya sabía lo que era, lo conocía desde que nació. Pero esta gente no se contentaba con hostiarle para descargar odio como hacía su padre. Querían que los golpes sirvieran de escarmiento y para ello se empleaban a fondo. Paso una semana en cama con varias costillas y un brazo roto. Jamás golpeaban en la cara. Nadie se paraba si había un labio partido o un ojo morado. Creía que era más fácil acostumbrarse a esa vida que cambiarla.


 Krazy, maldecía no aparentar la edad que tenía. Solo lo mucho que había sufrido ya le ponía años encima. Felicidades Krazy. Ella misma se felicitaba con rabia. Nadie lo iba a hacer. Desgraciadas felicidades Krazy.

SEIS DE LARGO, CUATRO DE ANCHO

Tercera noche sin dormir. Félix, daba vueltas en la celda. Cuatro pasos de ancho, seis de largo. Calculaba que llevaba recorrida la distancia que había entre su casa y la prisión. Seis de largo, cuatro de ancho. Una vez y otra más. Dormir no entraba en sus planes. En su cabeza ya no había planes.

El director de la prisión le comunicó el accidente. Félix, mientras le daban la noticia, intentaba averiguar si aquellas palabras sonaban a burla o escondían sarcasmo. Por suerte para los dos no fue así. Sus padres muertos. Accidente. Camino de la prisión. Solo memorizó estas tres frases y el rostro del director. No. Sonaron a pena.



Cuatro de ancho, seis de largo



 Sentía correr la sangre por la camiseta. Estuvo dos horas rasgando su espalda contra la zona más rugosa de la pared. "Others pay" (Otros lo pagarán). Las palabras tatuadas en su espalda cobraban sentido. Dolían más que la herida. Le vino una arcada, pero no dejo de caminar.

No quiso ir al entierro. No podría aguantar la mirada de su hermano. No quería pasar también por eso. Su hermano, seguramente tampoco aguantaría su mirada. Sentimiento, demasiado duro. Félix, cerraba los ojos. Imaginaba a su padre conduciendo su viejo Renault y preguntando a su madre cuando o donde se habían equivocado para que su hijo acabara así. Seguramente, su madre se pondría a llorar y su padre perdería la visión cuando las lágrimas también inundaran sus ojos. Seguramente, se miraron antes de estrellarse sabiendo que aquel era el precio a pagar por tener un hijo así. Su hermano, también tenía que pagar un alto precio. Su hermano, lo había dejado huérfano.



Seis de largo, cuatro de ancho



Félix, no culpaba a nadie. Félix, solo culpaba a Félix. Sus padres fueron buenos padres, trabajadores incansables que lucharon por sacar a sus dos hijos adelante. Félix, siempre los vio como perdedores de vidas sencillas incapaces de llegar a donde él iba a llegar. Dejó de andar. No era esto lo que esperaba. Podrirse en una mierda de celda de cuatro pasos de ancho por seis de largo no era la idea. Robar era para hacerse un nombre. Tenía amigos que lo consiguieron. Ellos, estaban en la calle disfrutando. Sus padres iban a ver al perdedor que tenían por hijo. Fue uno de estos amigos el que apretó el gatillo y Félix como no era un chivato, pagaba las consecuencias. Menuda mierda de nombre se había hecho. Él era el único responsable. Gilipollas, era su nombre.









Cuatro de ancho, seis de largo.



Félix, ya no pensaba. Solo golpeaba la pared. Izquierda, derecha. Destrozaba sus nudillos mientras pedía perdón a gritos. Por fin salían las lágrimas y no por el dolor de las manos.

"Other pay" pasaba a ser una herida sin curar que llevaría para siempre en su espalda. También en su alma.

TODO LO CONTUNDENTE QUE SEA NECESARIO

Era una putada de las grandes. Actuar con contundencia aún resonaba en su cabeza. Personalmente era uno de ellos. Laboralmente era de los otros. En los cuatro años que lleva en el cuerpo le han tocado días muy duros. Este iba a ser lo siguiente a duro.
Mientras observaba a los chavales y no tan chavales pensaba en su familia. Su hermano  en el paro. Llevaba dos años en esa situación y no tenía pinta de mejorar. Había tenido que volver con sus padres y esta vez no iba solo. Llevaba un hijo y otro en camino.
Pensaba en sus padres. A su padre le quedaban dos años para jubilarse. La fábrica se mantenía en estos momentos tan difíciles. Su sueldo no pasaba de los mil doscientos euros después de llevar allí toda la vida. De este sueldo vivía su madre, ama de casa. También su hermano y familia.

Pensaba en el mismo. Hipotecado los próximos treinta años. No tenía mal sueldo, pero insuficiente para tener una vida holgada. El colegio de los críos, el coche, los recibos. Su mujer era profesora interina. Este año le habían dado plaza de media jornada. El año que viene ya se vería, habrá recortes en educación y muchas menos plazas.

Se sentía puteado y no podía decírselo a nadie. La porra temblaba en su mano. Al contrario de algún compañero, no disfrutaba con lo que allí iba a pasar. No tenía más remedio. Era su trabajo. Solo esperaba no tener que actuar con demasiada violencia. La orden era emplear la que hiciese falta.

Escuchaba por el auricular que llevaba en el oído izquierdo que era el momento. La mano dejó de temblar. Solo golpeaba. Se sentía afortunado por llevar el casco. Nadie podía ver que en sus ojos las lágrimas habían empezado a brotar. Golpeaba con la contundencia que sus responsables le habían pedido. Seguía pensando en su familia.

Ojalá que no estuviesen ninguno de ellos en aquella plaza.


MI MAMA ES MALA

Mamá es mala. Mi papá siempre se lo dice. Por mucho que le castigue no cambia. Le pega y ella no aprende. Es más que mala. Mi papa esta enfermo y cada tarde cuando yo llego del colegio veo como se pone una goma en el brazo y se pincha su inyección. Mamá llora y le chilla. Él tiene que volver a castigarla para que entienda que esta malito. Pero ella es mala y llama a la policía para que se lo lleven. Papá, tarda unos días en regresar y llora mucho cuando nos ve. Nos abraza y nos pide perdón, pero yo soy listo y se que el no tiene la culpa de estar malo.

Hoy me ha llevado a un parque nuevo. Había amigos de mi papá que están malitos como él. También se pinchaban. Se han quedado medio dormidos y yo he recogido las agujas para que no se pinchen los niños. Luego he jugado mucho rato en el columpio y el tobogán. He jugado solo, no había ni un solo niño.

Hemos regresado a casa muy de noche. Estoy cansado y escucho a mi papá como si estuviese muy lejos. Me duermo casi de pie.

 Caigo rendido en la cama mientras escucho como mi papá tiene que volver a castigar a mamá. Pobrecillo.


¿CÓMO PUEDEN ENCOGER LOS CUERPOS?

El olor a orina le despertó. De nuevo volvía a estar la cama mojada por quinta noche seguida. Miro a Claudia. Tenía los ojos abiertos. Hacia más de una semana que pronunció sus últimas palabras, "recuerda tu promesa". Ya no habló más. El médico le dijo que era normal. Para Ramiro, lo normal era que estuviese bien. No merecía verse así. Recordaba su promesa.

Fue al baño, lleno con agua caliente la vieja palangana que Claudia llevo a casa cuando se fueron a vivir juntos. Tenían dieciséis años. De eso hacia setenta años. La sentó en la cama. Ella no lo miraba y él le quitó la ropa con la misma suavidad con la que la había tratado toda la vida. Ramiro, la puso en pie, mojo la esponja y la aseó.

La vistió, la peinó y la sentó en el sofá. Cambió las sábanas y metió las sucias en la lavadora, pero no quiso encenderla para no despertar a los vecinos. Aún eran las cinco y media de la mañana.

Le preparó un vaso de leche. Dos cucharadas de cacao y dos de azúcar. No recordaba cuantos años hacía que llevaba tomando el mismo desayuno. Mientras se lo daba, miraba la foto que había encima de la cómoda. Sus hijos. Llevaban dos meses sin venir. Llamaban cada dos semanas y mantenían conversaciones que no llegaban a los tres minutos. Tenían demasiado trabajo.

Ramiro, no olvidaba su promesa. La cumpliría como todas las promesas que había hecho en su vida. Se puso el traje que compró para la boda de su hijo el pequeño. Le quedaba grande tanto de mangas como de bajos. Pensó, en lo perra que es la vida, ¿Cómo pueden encoger los cuerpos?

Besó a Claudia en la frente cuando vio que ella sonreía. También lo hizo él. Le ayudó a tumbarse en la cama y se fue a la cocina. Abrió el gas. Volvió a la habitación y se tumbó al lado de Claudia. Le agarró la mano. Vio felicidad y tranquilidad en su rostro. Vio que sus labios se movían. Gracias, le pareció entender. La volvió a besar y le susurro al oído “promesa cumplida, nos vemos en un ratito”.


LOS RECUERDOS TAMBIÉN ARDEN

Ya esta rociada la gasolina por toda la casa. Que se jodan. Como el chiste de la canoa, ¡una mierda vais a hacer con mi piel! Para vosotros una propiedad más, para mi una vida de recuerdos. ¿Qué precio tienen los recuerdos? ¿Podía alguien avalarlos? Los recuerdos no valen dinero.

Recorro las habitaciones y siento como las lágrimas corren por mis mejillas. En la habitación de matrimonio, mi mujer. En la de mis hijos, los veo a ellos. En la cocina, estamos todos sentados alrededor de la mesa. Nunca más serán realidades.

Ahora, esta todo vacío, como la conciencia de algunos o los bolsillos de otros. Sin muebles, como el día que decidimos como decorarlo. Aquel día en el que nos imaginábamos mayores, tomando café junto a la ventana y viendo a nuestros nietos jugar. Ese futuro tiene un precio que no podemos pagar.

Enciendo la cerilla y observo como se consume la llama. Las vidas también se consumen cuando el ambiente no es el propicio. Y el amor. La suerte si existe también lo hace. Y el trabajo. A mi me pasó. Ahora estoy tirado como una cerilla.

Vuelvo a encender otra. Esta sí que arde como debe hacerlo. La llama corre por encima de la gasolina y sube por las paredes como una araña buscando una esquina. Los recuerdos impregnados en ellas arden deprisa.

Salgo deprisa de la casa de mis sueños y no me giro ¿Para qué? Mi familia tampoco mira. Me esperan en el coche con la cabeza agachada y sin una sola lágrima en sus ojos. Creo que las han gastado todas. Las mías deben de estar ardiendo dentro de la casa. Espero que nuestra próxima vida no acabe en llamas. Ya juré demasiadas veces, que esto nunca ocurriría.

REMORDIMIENTOS TARDÍOS

Una punzada de dolor despierta a Pedro. Tarda unos segundos en saber donde está. Recuerda que es un hotel y que tiene una reunión decisiva p...